miércoles, 16 de enero de 2013


Quisiera hoy volver sobre el interés de retomar y construir éste blog.
Lo pienso como un espacio de diálogo, un lugar de encuentro con otros para compartir lo que interesa, lo que insiste. Que si bien es siempre subjetivo, no por ello es sin otros. Sabemos que es al contrario, los otros (el Otro) como lazo, cultura y contexto constituye y posibilita lo subjetivo, lo particular.

Éste es un espacio para pensar sobre la psicología y la clínica, la salud mental y el ser humano. Para ello será necesario recurrir a la escritura, tanto de letras cómo de figuras en un espacio, ya que más allá de su contenido (o junto al saber que ellas portan) lo que me interesa son las nuevas configuraciones, los nuevos cuerpos que aparecen al producir una escritura.
Y para hablar de lo humano, es necesario recurrir a múltiples disciplinas, como la literatura, la filosofía, la historia, y la antropología, entre otras. Saberes que ayudan a pensar y abrir las posibilidades del Alma.
Por último me sirvo del arte y mi propia experiencia con la danza para poder crear y producir. Pensamientos, reflexiones y movimientos. Modelaciones que a través de la palabra y el cuerpo producen lenguaje.

Texto, texturas, telares
Gráficas, grafías
Cuerpo en movimiento
Creación
Reapropiación del espacio y su configuración.

Trinidad Quinteros Cruz.

Danza contemporánea: lo que se muestra.
La verdad de lo que no tiene palabras.

“La inscripción tiene una forma y una ritmo”[1]

Trinidad Quinteros Cruz. 

A continuación comentaré la obra de danza contemporánea “Diana”, creación nacional de la Compañía Pe Mellado Danza junto a CIEC (Centro de investigación y estudios coreográfico). Este trabajo está por ser estrenado en la Sala Santa Elena, espacio habilitado específicamente para el trabajo y las muestras de danza contemporánea a nivel nacional.

Describiré tres aspectos de ésta muestra que en su interacción y lectura me parecen interesantes de pensar a la luz de los procesos de simbolización, específicamente en relación a lo que se escribe o inscribe, y los mecanismos que la danza a través del cuerpo y el movimiento posibilitan.

La obra cuenta con trece intérpretes que están todo el tiempo en escena, actores y bailarines que se movilizan a partir de un proceso de improvisación y creación tanto individual como colectiva.

I. La espacialidad como contexto de la obra.

 “Diana” hace un quiebre con el espacio escénico común, no hay público en una galería e intérpretes del otro lado (casi siempre adelante), la muestra comienza con todas la personas entrando y eligiendo un determinado espacio, no hay asientos, la invitación es a transitar y elegir lugares, moverse para ver lo que se quiere ver. En definitiva no hay escenario, o mejor dicho existe un gran escenario que se habilita al momento de entrar a la sala, espacio donde conviven tanto intérpretes cómo espectadores, ambos se convierten en causantes de la obra para investir y dar lugar a pequeñas especialidades que se van cercando según el movimiento de los intérpretes y del público.

El espacio hace de continente de la obra a la vez que interactúa y se muestra como especialidad viva, que irá transformándose a medida que intérpretes y espectadores se mueven. Emergen así distintos habitad del espacio que van a determinar la forma espacial, circunscripción del espacio que va adquiriendo distintas dimensiones a medida que el intérprete se mueve, recorriendo y fundando espacialidad. De esta manera aparecen siempre nuevos lugares y formas, tanto de los cuerpos y los diálogos de movimiento, como en su relación con los otros cuerpos. 

Hay algo que se constituye instantáneamente y que está en relación con quien baila y quien mira o presencia la obra. En definitiva lo que es interesante de destacar, es la relación con el espacio y el tiempo coreográfico: no hay un tiempo predeterminado, el espacio está vacío y se va a constituir a partir de los tránsitos de cuerpos en movimiento.

En este sentido el espacio toma su lugar tridimensional y es posible habitar los lugares donde la obra acontece, pasearse y presenciar distintos focos. Se trata de una invitación a vivir “desde el adentro” la obra, el público en este sentido ya no es sólo espectador sino que vive y compone la obra, lo que se constituye en una experiencia activa que no sólo compromete la mirada sino que abarca una vivencia corporal. Es así cómo los límites del interior con el exterior se difuminan, las demarcaciones se van moviendo y figurando a través de la obra y todos quienes presencian el espacio.

II. La luminosidad

Un segundo aspecto que está muy ligado a la espacialidad es la luminosidad de la obra. Lo que se acostumbra a ver en una obra escénica son focos de iluminación que van acompañando, situando y demarcando las escenas, iluminación que viene desde un exterior y casi siempre está predeterminada cómo guión de la obra.

En el presente montaje lo que vemos es un espacio inicial cómo obscuridad total, no hay focos ni luces exteriores, y lo que irá abriéndose como contexto lumínico y espacial son pequeñas linternas o lets que cada intérprete lleva consigo para tomar las propias decisiones de iluminación de la obra. Los intérpretes eligen iluminar tanto respecto a sus propios cuerpos y escenas en movimiento como las de los otros actores, a veces son todos quienes se autoiluminan y mueven, y otras veces son escenas específicas que se iluminan y componen con la luz que los demás van proyectando. Es una iluminación móvil que va cambiando a medida que avanza el trabajo inprovisatorio.

Que la iluminación la maneje el propio interprete, además de ser un desafío y una responsabilización adjudicada al bailarín como autor de su propia obra, tiene que ver con situar a través de los focos y la luz pequeñas dimensionalidades y espacios, que la luminaria tradicional no alcanza a enfocar de manera tan clara.

Por otro lado el espectador va a fijar su mirada en lo que se ilumina, pero esto se convierte en una escena tramposa, en el sentido que el ojo, la visión, se acostumbra rápidamente al espacio obscuro, y lo visual se traspasa también a lo que no se muestra como primer foco de iluminación pero que de todos modos se ve. Tiene que ver con todas las imágenes que quedan fuera de lo que se ilumina como escena protagónica, fragmentos de cuerpo y acciones que simultáneamente van sucediendo y que son parte de lo que aparece. Éstas tienen lugar para quién mira no precisamente desde el foco lumínico, se convierten en imágenes colindantes que se dan a ver como transparencia dentro del espacio oscuro, quizá más ocultas y menos enfocadas, pero a ratos más importantes que las propias escenas que se iluminan, manifestando que lo que está más a la vista (cómo sabemos) es solo una parte de lo que acontece. La obra lo pone en evidencia con esta propuesta lumínica.

III. El cuerpo y el movimiento

Por último, me detengo en los movimientos de los bailarines y su corporalidad. Los movimientos no son predeterminados, la técnica no es algo que se utilicé cómo instrumento o modo de expresión, de hecho en la obra no aparecen movimientos de danza cómo fraseos o esquemas coreográficos, que probablemente son un lugar común cuando uno piensa en “danza”.
Tampoco los movimientos representan en sí un sentido o simbología, no es que los movimientos expresen en silencio un texto  mimetizado por el bailarín. Lo que se pone en escena en la obra Diana son cuerpos que se mueven desde un lugar propio, cuerpos que están tomados por cada intérprete en su singularidad y que van a determinar un lenguaje particular de movimientos.

Se trata de la puesta en escena de un cuerpo subjetivo, en tanto se pone en movimiento la fantasmática corporal de cada cuerpo. Hay algo singular que entra en diálogo con cada intérprete, en su relación con el espacio y con los otros cuerpos. Son decisiones, quiebres, ritmos y silencios que se eligen a partir de una fantásmatica personal.

Esto claramente no tiene que ver con la comunicación de un sentido unívoco, el mensaje se constituye en sí mismo a partir de trazos de movimiento en el espacio, los que toman consistencia en tanto se constituyen en un tiempo real, ya que aunque hay ciertos acuerdos, las relaciones entre los intérpretes aparecen a partir del contacto con el cuerpo propio y lo que emerge en la instantaneidad de la obra. El intérprete busca en este sentido encontrarse y decontruir su propio sentido de movimiento, la imagen del cuerpo se pone en tensión, en crisis.

Hay cierta verdad que se muestra a través del movimiento poniendo en juego los registros más primarios, como la relación con el espacio-tiempo de la obra (que va marcar un ritmo) y el despliegue de un cuerpo sensible, donde se disponen distintas dimensiones de la sensorialidad, como la piel y sus diferentes capaz de contacto, que dialogan con lo interior y lo exterior y que nunca termina de redefinirse en tanto el cuerpo es siempre móvil.

Se podría hablar de un transitar corporal que moviliza huellas corporales ya inscritas, y que se reencuentran en el momento de la obra para hacer algo nuevo, para volver a constituirse en una puesta en escena a través de un lenguaje propio de movimientos. Contenidos tanto simbólicos cómo imaginarios que se muestran en escena y que hacen particular a cada movimiento, convocando una memoria corporal que evoca el primer encuentro con el otro y con el propio cuerpo.

Lo que aparece entonces es una determinada manera de moverse, información esencial y particular que cada cuerpo porta desde el momento de constituirse en imagen. Registro que no sólo implica a la imagen, ya que el cuerpo primero es un territorio donde se hace grafía, primer lugar de inscripción, orificios y espacios que el Otro apuntala y que van a permitir cierta matriz inconsciente.

Metodológicamente se ha trabajado con los intérpretes desde los anclajes corporales, ubicando zonas del cuerpo que se han elegido a partir de un trabajo de improvisación, y que en este sentido posibilitan elecciones más aleatorias e inconscientes para el reencuentro con la memoria corporal fundante. Ir al  músculo como motor que abre el registro somatopsíquico no quiere decir que sea el músculo el origen, es una excusa, un modo de dejar el control más racional y poder situarse en los espacios intersticiales, entre lo somático y lo psíquico.

Es entonces lo más pulsional del cuerpo que va a ponerse en movimiento según una historia, ciertos códigos y formas que están ancladas desde muy tempranamente en el sujeto, registros somatopsíquicos que se ponen en acción para crear obra a partir de la escena de la danza como lenguaje. 

Se trata de un reencuentro con las huellas y los recorridos del cuerpo del deseo, ese que fue inscrito por Otro en los primeros tiempos de constitución psíquica. En este sentido emerge el cuerpo con sus fracturas, limitaciones y posibilidades, aparece el cuerpo del intérprete para decir algo, insistiendo en cierta repetición sintomática que en la obra se convierte en producción.

Reflexiones

En relación a lo que propone la obra y la dimensión simbólica, podemos señalar que lo que se busca entonces no es la representación cómo algo predado, sino que es la representación en su punto de ruptura de sentido, tocando un real corporal que no tiene que ver con imágenes desconcertantes ni demasiado trágicas, se aleja de la captura de la imagen cómo algo especular y meramente exterior para tocar el espesor del cuerpo, que transita entre lo no simbolizado y lo que ya ha sido inscrito. A. Juranville describe el momento enigmático de la obra artística y lo enuncia como “una discreta y secreta hiancia, una torsión del espacio de la representación que se entreabre sobre el otro lado del espejo”[2].

En Diana el contexto espacial y lumínico de la obra vienen a ser depositarios de lo que acontece, una especie de encuadre contenedor de lo que no tiene un sentido fijo, cada persona que mira y que está dentro del espacio escénico puede ir haciendo su propia lectura, y más que eso, la obra permite implicar al espectador como compositor también de la obra, lo que más que expectación se convierte en una vivencia.

Los cuerpos en escena convocan una dimensión que está entre la simbolización y lo que busca inscribirse, hacer algo con lo que no se tiene, con esos espacios vacíos que emergen y se producen en la obra por su constitución mismas, porque es algo presente y desconocido. En este sentido el movimiento y los diálogos corporales van haciendo un tejido moviente, que no obtura ni taponea el vacío, sino que lo circunscribe.

Se trata de momentos de ruptura que el intérprete provoca y desafía, pero que a su vez sabe (y puede) contener, pues para que un cuerpo se mueva de manera integrada se requiere de alguna unificación corporal.

Por último, podríamos aventurarnos a hablar de una forma de escritura a través de la danza, donde el cuerpo en movimiento marca un espacio y un ritmo. Arte privilegiado en el que se conjuga el autor, su materialidad artística y el intérprete. La creación, la obra artística queda impresa en el propio cuerpo del autor, sus movimientos son trazos de escritura, (Quinteros, 2005).

Una forma de escritura que remite más a la letra que a la palabra, es el cuerpo se mueve para trazar letra en movimiento, ya que más que el sentido, en la danza lo que importa es el gesto. El cuerpo se convierte en letra, Juranville señala que la danza “deja su lugar a una inventiva y a una improvisación singulares, que lo emparentan con una palabra, producto de una articulación significante de elementos gestuales que se escriben en la instantaneidad del cuerpo que se despliega en el espacio. Ya no estamos en el orden de una superficie corporal escrita, es el cuerpo mismo, corporeidad animada el que se hace letra”.[3]

El movimiento y su ritmo marcan y dibujan la letra a través del espacio, y en este sentido más que la enunciación lo que se destaca es el acto escritural, musculatura corporal que se mueve para darse a ver. 

“Lo que no se puede decir, sólo podemos mostrarlo” escribe Gaudillière. Hay algo de ésta afirmación, de la puesta en acto, que la obra de danza Diana pone en evidencia a través de su lenguaje corporal. Cuerpos parlantes que encuentran su forma de expresión a partir del cuerpo y el movimiento, lo que se muestra, lo que se da a ver, es lo que hace obra. Esto siempre que exista una doble faz, ya que por algo el intérprete no se psicotiza (o no del todo por lo menos), hay una saber con el que puede hacer y operar, y que es lo que le da cierta libertad y autoría al bailarín, a quien con su cuerpo habla. 















Referencias:

Anzieu, D; Gibello, B; Gori, R; Anzieu, A; Barran, B, Mathieu, M, Bion, W. Psicoanálisis y Lenguaje, Del cuerpo a la palabra. 1980. Editorial Kapelusz, Buenos Aires, Argentina, 1981.

F. Davoine y M. Gaudillière. El acta de nacimiento de los fantasmas. Seminario dictado durante los días 4 y 5 de julio 2008, Córdoba, Argentina. Ediciones Fundación Mannoni, 2012.

Juranvillle, A. La Mujer y la Melancolía. 1993. Edit. Nueva Visión, Buenos Aires, Argentina, 1994.

Quinteros, T. La danza como una propuesta de despliegue de la feminidad. A partir de la indagación y discusión de las teorías de Freud y Lacan formuladas sobre lo femenino. Tesis para optar al grado de licenciada en psicología, Universidad Diego Portales, 2005.

Quinteros, T. El Cuerpo en la Psicosis: Lectura de una experiencia de trabajo en un taller de danza-movimiento. Tesis para optar al grado de Magister en Psicología Clínica de Adultos, Universidad de Chile, 2009.





[1] F. Davoine y M. Gaudilliere, El acta de nacimiento de los fantasmas, Seminario dictado durante los días 4 y 5 de julio 2008, Córdoba, Argentina. Ediciones Fundación Mannoni, 2012. Pág. 135.

[2] Juranvillle, A. La Mujer y la Melancolía. 1993. Edit. Nueva Visión, Buenos Aires, Argentina. Pág. 66.
[3] Ídem. Pág. 196.